El restaurante de la Fábrica Moritz está en la planta baja del edificio, y es una gran superficie que, cuando está repleta de clientes (arriésgate a ir fin de semana a la hora del aperitivo, valiente) se asemeja más a un comedor escolar. Aunque solo hay que adentrarse en la carta (amplísima, recogiendo todas las tradiciones taperas y bocadilleras de la ciudad) y empezar a pedir a lo loco para darte cuenta de que el proyecto gastronómico ideado por Jordi Vilà (Alkimia-Vivanda-Saltimbocca-Dopo) tiene una base sólida.
Las cañas de Moritz son obligatorias para refrescar el tapeo, e imprescindible también es la bomba, magistral y suave hasta que empieza a picar como es debido. Perfecta. Hay todo tipo de tapas, croquetas indispensables, mini-frankfurts como representación de la costumbre frankfurtera barcelonesa, un sandwich con huevo y panceta tremendo, un robustísimo bocadillo de pies de cerdo, pecaminoso y denso; mal las bravas, buenas las alcachofas. La quizás excesiva variedad de la oferta no parece repercutir en la calidad. Todo a buen nivel, a veces de notable. Hay detalles que me encantan, como que te sirvan el café en bandeja y con un vasito de agua. El servicio está ideado para que las cosas no tarden, hay movimiento y jaleo urbano. Horarios amplios, ideales para darte un banquete por la tarde al salir del trabajo.