jueves, mayo 29, 2008

CINE

Tuve una profesora de audiovisual cuando hacía Historia del Arte, se llamaba Anna Casanoves. Sus clases eran una hora a la semana, en una de esas aulas con forma de teatrillo de la extinta Facultat de Geografía i Història detrás del Nou Camp. No había que apuntar nada en las clases de Anna Casanoves, ni siquiera prestar atención, era únicamente dejarte llevar por algo nuevo: el cine. Ella nos ponía escenas y más escenas: recuerdo a Hitchcock, cine ruso (obligatorio y piedra filosofal en la facultad), expresionismo alemán, Jim Jarmush. Los alumnos que llegaban más justos de tiempo se tenían que quedar de pie, el aula estyaba abarrotada, pero se quedaban, y ella ponía esos videos y nos explicaba el qué de cada escena, la magia del lenguaje visual del cine, la emoción de las imágenes. Poco me importaba que a la hora que ella daba las clases me sonaran las tripas porque no había desayunado nada (recuerdo que siempre me sonaban las tripas en Audiovisuales), yo no podía creer lo que veía, y semana tras semana me daba cuenta de que quería ser director de cine, o cuanto menos pasar el resto de mis días viendo películas como un enfermo. Por la misma época, mi amigo de fechorías Víctor también le empezó a coger el gustillo a eso del cine, y juntos visionábamos la colección entera de pelis de Hitchcock que habían comprado sus padres. Vertigo, Encadenados, La sombra de una duda... Hitchcock es mi director favorito, y lo es porque fue el primero, mi iniciación radical y emocionante al cine de verdad. Con el tiempo llegué a ver más de veinte veces Vertigo, y me acuerdo que devoré un análisis film a film que incluía la colección de los padres de Víctor, escrito por Donald Spoto, y por supuesto las entrevistas de Truffaut. Lo fotocopié todo, como si pensara que jamás encontraría esa valiosa información, y guardo esas fotocopias en algún lado. Hitchcock y Anna Casanoves me encaminaron al cine. Aprendí a verlo, y te juro que he visto cientos de películas, jornadas de Filmoteca en Sarrià que empezaban a las 4 y terminaban a las 12. Era una época en la que teníamos tiempo para todo, sobretodo para empaparnos de cine y de las migajas que le quedaban a nuestar adolescencia, éramos irritantemente pedantes e integristas y esperábamos que el mundo, desesperado e impotente, llamara a nuestra puerta.

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