domingo, diciembre 30, 2007

CALIMA

Ayer estuvimos en el Calima. Uno de los restaurantes de los que se habla ahora mismo, un sitio al que se mira, se observa, y se especula sobre su futuro ¿Qué pasará? ¿Un nuevo genio de la cocina esta vez en el sur? ¿Caerá una segunda estrella?
Esperaba con inmensas ganas esta visita, intuía que era el momento para ir, cuando un cocinero joven rompe el sesgo y despunta por encima de los demás.
Y pocas veces, o ninguna, ya no lo sé, he comido igual.
La receta mágica:
14 platos.
291 euros.
... Y una noche para el recuerdo.
Pero no quiero hablar de estos platos inéditos, esta geografía andaluza tan maravillosa de Dani García, el cocinero. Esa cultura y ese respeto por la tradición. Ahora debéría hablar de mis padres.
A su edad, pierden la perspectiva, y se pierden ellos mismos en su vida, sus aciertos, sus faltas, su trabajo. A veces bajan la vista y miran al suelo, y entonces no me ven, no ven lo agradecido que estoy. O quizás yo no he sabido decírselo nunca. Porque si ayer viví una noche excepcional fue gracias a mi padre, que me inculcó lo importante que es sentarse a una mesa y comer, y que, como a mis hermanos, nos enseñó el delicado, fascinante y durísimo mecanismo de un restaurante, algo que ya llevamos incorporado en los genes, y que estoy seguro, heredarán con gusto mis hijos. Mi padre nos trajo un mundo nuevo del que ahora disfrutamos, y que sirve, como tantos otros mundos, de metáfora de la vida, de lo que podemos aprender y de lo que nos hace mejores y peores seres humanos.
Y mi madre, también le agradezco la noche de ayer. No solo porque ella financió el tema, sino porque suya es la sensibilidad con la que apreciamos un plato, un vino, lo que sea. Una sensibilidad desgarrada, desgarradora, efervescente e intrincada. La capa nerviosa con la que sentimos y nos hacemos sentir.
Es extraño, pero es así. La cena de ayer con Marta se la debo a ellos.
Pero bien, el Calima. Situado en las lujosamente marbellíes instalaciones de Meliá Don Pepe. Decoración austera, moderna y gustosa, salón ámplio, cuidado con los detalles pero, ay, un servicio que a veces patina. Son jovenes, y tienen cultura de lo que hacen, pero me niego a tener que empezar a comer sin que me hayan traido la carta de vinos, y así algún que otro detalle que hace que te cruces durante dos minutos. Pero bien, la cena se encarriló a partir del segundo o tercer plato, cuando descubrimos qué era lo que pasaba por la mente del cocinero, y eso es su tierra. Es maravilloso que todo lo que comimos ayer sea tan profunda y sencillamente andaluz: ajoblanco, gazpacho, pescado a la manera malagueña, panceta con manteca colorá, aceite de oliva virgen... Todo con sensibilidad, con mucho gusto por salsas, cremas y sopas que atenúan sabores y completan cada plato con su producto. Y lo mejor, ese producto andaluz, razonado, cocinado en estado de gracia, que presentado en el plato, cobra todo su sentido: El fondo de mar es impresionante, ya no porque sabe a mar, sino porque los trocitos de patata francesa, y las diminutas algas constituyen eso, el fondo del mar en tu plato. Luego ese postre, el torcal, que esculpe en un plato de pizarra las extrañas rocas malagueñas. La cocina vista con los ojos. Claro que sí.
Y la culminación, la moraga, una representación en tu mesa de una preciosa tradición malagueña. El clímax de la fiesta. Por un lado (quizás demasiado pirotécnico) te cocinan unas palomitas de sangría al nitrógeno, un espectáculo, si, pero ya digo, un punto exhibicionista, pero eso es solo un acompañamiento frio para la culminación: Los pinchos de distintas ventrescas anclados en una playa malagueña, con su arena, sus piedras, su carbón caliente, como los puestos de espetos que te encuentras por estas tierras, y en otro plato, un pescado más, lomo de lubina, perfecto, extraordinario. Solo eso. Pescado. Y después, los dos postres. Un menú que termina en el mar de forma tan suave, tan genial, es algo sensacional.
Nos fuimos contentos de haberlo vivido, recorriendo el jardincillo del Meliá (y deseando que una intervención divina nos diera una habitación para dormir) y, ya en el coche, cruzando esa ciudad absolutamente cutre que es Marbella.