martes, marzo 11, 2008

NEIL YOUNG (HAMMERSMITH APOLLO, LONDRES, 9-III-08)


El Hammersmith Odeon es ahora el Hammersmith Apollo, pero continúa conservando la arquitectura de casino hortera, alfombras rojas, molduras rosadas en los techos, dos grandes lámparas de cristal a ambos lados del anfiteatro, toda la estética que ha sido testigo de conciertos históricos: En el Hammersmith debutó Bruce Springsteen allá por el 75, en el Hammersmith se confirmó la explosión de Iron Maiden en el 82, en el Hammersmith grabaron Mötorhead en su época más asesina, en el Hammersmith se despìdió Bowie de su Ziggy Stardust. Miles de horas de música impregnan las rojas paredes y las butacas de madera. Un local histórico. Y en el Hammersmith, actuó Neil Young el pasado domingo.
Los ingleses beben. Pero beben de forma contínua, muy profesional. La cerveza es el agua de sus vidas. Y les importa tres cominos si Neil Young está a punto de salir a escena. Cuando se terminen la pinta ya verán que hacen, sin olvidar la larguísima cola, pero larguísima, que se forma en el lavabo. En Inglaterra, las colas estan en el WC masculino. Supongo que caben más pintas de Carling y London Pride en un estómago masculino que en uno femenino. Pero esa actitud pasota y alcohólica no impidió que, empezado el cincierto de Neil, el público se comportara de forma casi religiosa. Silencio absoluto durante las canciones, y aplausos atronadores, vibrantes entre tema y tema. Lo del domingo fue la misa perfecta en el templo perfecto.
El concierto. Neil Young tiene una edad, más de sesenta. Recientemente ha pasado por una grave enfermedad, se ha metido de todo en su juventud, y ahora, entre canción y canción merodea por el escenario un tanto flipado, decidiéndose entre esa guitarra o la otra, murmurando comentarios surrealistas, creando situaciones entre el humor más absurdo y un cierto miedo por parte del público de que logre "sacar el concierto adelante". Pero todo forma parte de su casi fantasmal personalidad, y nada de ello influye en el desarrollo del espectáculo. Un concierto mitad acústico, Neil solo con guitarra y harmónica, o piano u órgano, y mitad eléctrico, cojonudamente eléctrico debería decir. El decorado, un escenario con un montón de lienzos al fondo y un pintor que va crenado distintos cuadros a medida que se desarrolla la actuación. La vista no se concentra solo en los músicos pues, y se crea la sensación de que muchas cosas ocurren a la vez (recuerdo videos de una gira de Neil en los ochenta en la que ocurría lo mismo, a Neil le encantan los shows con un cierto grado de caos. En esa ocasión, el escenario era como un garaje de una casa típica americana, y tipos disfrazados de ratas cruzaban el escenario enmedio de las canciones, mientras Neil recibía llamadas de su madre quejándose del ruido, a través de un teléfono gigante). Neil se renueva, se divierte, y no pone el piloto automático. Vale, sale al escenario después de la actuación como telonera de su esposa Peggy (tocó agradables canciones country rock con mucho dinamismo y dulzura, aunque falta de personalidad), y el público y yo nos deshacemos. Arranca con From Hank to Hendrix. Emoción. Lágrimas. From Hank to Hendrix, I walked these streets with you. Can we make it last, like a musical ride. Luego le sigue una maravilla oscura como la noche más negra, Ambulance blues, de su obra maestra On the beach. Más emociones. Neil no fuerza la voz, pero si da a las frases toda la inflexión y el matiz necesario, a veces los temas darían un estirón emocional más si él quisiera (caso de After the gold rush), pero el canadiense controla la situación sin desbocarse. Caen A man needs a maid (holy shit!), y el tema que primero me atrajo de su discografía, hace mil años, en una cinta de cassette, Harvest. Es todo perfecto, la vida es maravillosa ¿verdad? No, lo es más, siguen cayendo esas melodías que llevo toda la vida escuchando, mi vida está en esas canciones: The needle and the damage done, Heart of gold... Ya digo que entre tema y tema Neil nos da lecciones apresuradas de surrealismo. Nos cuenta, muy serio él, que en su tiempo libre se dedica a construir un nuevo modelo de coche con sus amigos. Un coche para cruzar el país, dice, cuya novedad es que no le has de echar gasolina. Es perfecto, no le das nada, pero el coche tampoco hace nada (???), no es un chiste, ni una anécdota, no sé que coño es, pero nos reímos. Y antes de, creo, After the gold rush, balbucea: "Esta canción es una canción de amor... y (pausa, se lo piensa) y ya está". Más risas. Heart of Gold da por terminada la primera parte. Descanso. Más cerveza, yo prefiero controlarme esta vez. Ha sido íntimo y glorioso, oscuro y luminoso, desde el segundo anfiteatro del Hammersmith, allá abajo, Neil solo, su guitarra y su armónica. Los sueños se cumplen Marc, los sueños se cumplen.
La segunda parte es difícil de describir. Neil sale al escenario como si nada, charlando con el pintor, pilla el bajo de Rick Rosas, bromea tocándolo patosamente. Luego da más vueltas, como un jubilado mirando las obras de su calle. Finalmente coge su Gibson negra. Tres pasos para delante, cuenta atrás... y The Loner. Brutal, la banda, con el viejo Ben Keith ejerciendo de paciente masilla rítmica con su guitarra o su órgano o el pedal steel, con Rick Rosas al bajo y un Crazy Horse a la batería, Ralph Molina. Neil a la guitarra solista está como nunca, salta, se balancea como hace treinta años, con sus movimientos espasmódicos, eléctricos, inconscientes, como un viejo oso jorobado drogado en éxtasis. The loner es el sonido Neil Young que soñaba con presenciar. Sigue la felicidad. Las canciones del nuevo Chrome dreams II suenan salvajes, con Spirit road a la cabeza, seguida de cerca por Dirty Old Man y la larguísima y tormentosa, apocalíptica, No hidden path. Neil derrocha, se vacía, mil veces más de lo que esperaba. Su esposa sale de vez en cuando a hacer coros, y cuando no está en escena, la distingo en un rincón del escenario, sentada, moviendo la cabeza al ritmo de los acordes de su marido. Ella habrá presenciado conciertos como este toda su vida, pero allí está, headbangeando y vibrando una vez más. La culminación de la noche, para mi, es Down by the river. El estribillo es glorioso, las paredes tiemblan, Down by the river I shot my baby!!!! Luego una impro larga y golosa, llena de garra. El corazón ya no se donde está, quizás de vacaciones, quizás comprando un marcapasos en E-bay. Luego caen My my hey hey, rota, grasienta, guarra, visceral. Y Powderfinger, más calmada, como si Neil supiera que el trabajo duro ya está hecho. Se despide en los bises con un extraño instrumental, The sultan, en la que toma parte un tipo gordo disfrazado de sultán, que se dedica a tocar el gong. El final es rápido, como si lo que hubiéramos visto hasta en tonces hubiera sido un sueño fugaz. Neil se marcha rapidamente, el pintor deja sus pinceles hasta el próximo concierto, y nosotros corremos hacia el metro, que nos cierran. Hubiera deseado, tenerle allí en escena un rato más, quieto, hubiera querido que recibiera mis aplausos durante más tiempo, hubiera querido recompensarle. Pero Neil va muy flipado, ya digo, y se fue como quién apaga el ordenador. Plim.
En mi memoria he reconstruido el concierto varias veces desde el domingo. Y esta crónica apresurada sería una de las mil que podría escribir. Pero todas tendrían un punto en común. Intentar describir la felicidad una vez ya ha pasado. Intentar saborear de nuevo lo ocurrido. Al fin y al cabo, el arte, incluso la vida, incluso una canción de Neil Young, es saborearlo cuando ya ha muerto. El concierto ha muerto, y quizás no volveré más al Hammersmith, pero se que las escenas estarán allí en mi memoria, en un cajoncito, y cuando yo quiera abriré ese cajoncito y saborearé de nuevo los momentos. Una obra de arte nunca muere. Un concierto es una "obra de arte accidental", como dice el escritor Paul Williams, una maratón llena de imágenes y sonidos, sentimientos, respiración, algún bostezo por qué no, ruido, electricidad, recuerdos. El concierto del domingo es mi Picasso particular, y acudiré a él cuando lo desee. Y eso, señores, no se paga con dinero.