martes, diciembre 29, 2009

RESTAURANTE LAS REJAS

Una pequeña porción de ese pastel inalcanzabe al que llaman felicidad, me la comí yo hace tres días en Las Pedroñeras. Las Pedroñeras es un lamentable pueblo con lamentables viviendas, polígonos industriales y gente en chándal por la calle. Y está en Cuenca, que seguro, alberga zonas más agradables en su geografía. Pero Las Pedroñeras es a partir de ya parte de mi vida gracias a la magnífica comida que hicimos en Las rejas, un inaudito restaurante de una estrella Michelín (sé que no debería utilizar con tanta ligereza las super discutibles valoraciones de la maldita Guía, pero lo hago aquí mara marcar terreno de buen principio), una obra maestra en medio de la nada. El restaurante es confortable, de base rústica pero modernizado y decorado con buen gusto, el servicio a la altura de lo que esperas de una cocina tan singular, atentos y con un punto de sencillez que se agradece, aunque sin apartarse de las formalidades que merecen unos clientes que, como nosotros, recorren 500 kilómetros solo por estar ahí. No entiendo de cocina, pero me gusta escribir sobre lo que como y lo que siento cuando tengo la oportunidad de ir de restaurantes, y me guío únicamente por mi hormona del placer, que no dejaba de susurrarme, mientras gozaba de todas las entradas del menú degustación, que Las Rejas es el mejor restaurante al que has ido nunca. Mentira, supongo, pero hace tres días era la pura verdad, y hoy lo continua siendo. Lo que nos sirvieron, a buen ritmo y sin excesivas pausas, fue un pequeño tratado de aromas y gustos, sobre todo de aromas, como el delicioso plato-juego denominado "esencia de liebre con gelatina de vino blanco", servida en un tarro de cristal que al abrirlo despide todos los humos que resumen, sí, la caza, algo así como estar dentro de Los Santos Inocentes, o de Furtivos, de Borau. El otro plato estrella, un cremoso de piñones con trufa negra, con el que probé los piñones más ricos y carnosos que haya probado nunca; todo tan sencillo, tan coherente, estructurado, razonado. El menú empezaba simple, con un tajo de salmón marinado, para ir adentrándose poco a poco en la creatividad del chef y en los materiales de la tierra en la que estábamos, Cuenca. Otro divertimento, la ostra en escabeche de perdiz, con una hoja de canónigo llamada hoja de ostra, que increíblemente tenía todo el sabor de este molusco. De los postres, lo mejor fue un café, chocolate y avellanas, todo en uno, suave, dulce, buenísimo. Al salir de Las Rejas, el feísmo de las Pedroñeras sigue ahí, pero eso lo hace más bonito. Quiero decir, qué hace un restaurante como tú en un sitio como este.