sábado, enero 12, 2008

VACACIONES EN ANNECY, PAN Y MANTEQUILLA


De niño me llevaron al lago de Annecy. Dormíamos en una habitación con bigas de madera, y abrías la ventana y tenías la mejor vista del universo. El lago, y encima, las montañas. Todo era verde, un verde elegante y delicado, las casitas con esos tejados salpicaban sutilmente el terreno, el muelle de ensueño, las barcas en el lago. Pudimos alquilar una yo y mis hermanos para darnos una vuelta por esas aguas tan maravillosas, las más limpias de Europa, decía mi padre. En la barquita a motor, mi hermana iba gritando "¡izquierda!", "¡derecha!", todavía no se por qué, aunque se que a mi hermano le sacaba de quicio. Éramos casi niños, ellos ya adolescentes creo, y nos vestían como ridículos pimpollos encorbatados para ir a cenar. Cenábamos en los mejores restaurantes y mi menú consistía en atiborrarme a base de pan y mantequilla. Lo otro ya no me interesaba. Yo lo que quería era subir a la habitación, pensar que todo eso era mio, meterme en la cama que me había elegido, toquetear el televisor, abrir los cajones, colocar las cartas y el papel con el logo del hotel como si estuviera en mi propio despacho.
Los viajes en mi familia eran siempre así. El viaje a Annecy es mágico, el auberge du Père Bise es mágico, la ciudad de Annecy mágica. Incluso una noche que nos enrolamos con mis padres en un barco tipo cena y espectáculo que recorría el lago. La cena supongo que era justita, pero el espectáculo... unas bailarinas se quedaban en tetas, y yo miraba a mis padres como si eso ya no fuera conmigo, tan solo para disimular mi evidente turbación. Supongo que en esos viajes faltaba una francesita de mi edad con la que pasear por el muelle de madera y vivir una inocente y bonita historia de amor. Pero faltaban muchos, muchos años para algo semejante, y la verdad es que no fue exactamente eso. De momento, tendría que conformarme con el pan y la mantequilla.
No he vuelto a encontrar un sitio tan bonito que ese.