domingo, marzo 27, 2011

EL CELLER DE CAN ROCA

El sábado en El Celler de Can Roca cené uno de los menús más sólidos que he probado jamás. Quién espere grandes espectáculos, fuegos artificiales y varitas mágicas en el que muchos consideran uno de los tres mejores restaurantes del mundo, saldrá decepcionado. Como los directores de cine, los maestros, Eastwood o John Ford, genios que anteponían la historia que estaban contando, los personajes, a exhibir su talento de forma egocéntrica, Joan Roca antepone una trama narrativa bien contada, sin fallo, sin altibajos, un conjunto -desde el primer snack, una sensacional y bella idea (aceitunas caramelizadas colgando de un olivo), hasta la cajita de bombones del final-, al exhibicionismo técnico, a la pirueta sin sentido, al efectismo. Por lo menos así lo viví yo.



En Can Roca las cosas suceden rápido. Solo entrar, Josep Roca, autodenominado cambrer de vins, nos rapta para enseñarnos la bodega. Voy pensando en las exigencias mediáticas, profesionales, de todo tipo a las que está sometido el hombre al que seguimos por la inmensa bodega, la presión, y el saber que todo lo que hagas debe ser excelente. Los Roca han alcanzado el éxito mundial, pero a la vez están en el disparadero permanentemente. Más tarde, al final de la cena, Roca nos confesaría que atiende a un promedio de un medio de comunicación al día, y que su trabajo empieza a las nueve de la mañana y termina a las tres de la madrugada. Podemos corroborarlo, a la 1.30 nos íbamos del restaurante dándole la mano al mismo Josep que ahora nos mostraba sus tesoros en la bodega. Roca debe hacer este recorrido unas diez veces por servicio, explicando lo mismo una y otra vez, pero aún así, su personaje, o él y su personaje, y su discurso, tiene un algo de shakesperiano, le gusta comunicar la parte espiritual del vino, se llama a si mismo un obseso, un loco. Aquí no se habla de precios ni añadas históricas, sino de pasión y sensaciones entendibles por, como dicen en USA con los guiones, un cavernícola. De la bodega nos vuelven a raptar, esta vez es Joan Roca, otro hermano, el que nos enseña rápidamente (en Can Roca hay ritmo, velocidad) las partidas de la cocina, minutos antes de que el servicio empiece a arder y las turbinas comiencen a girar diabólicamente.



Saliendo de la cocina, nos raptan de nuevo, esta vez para llevarnos a la mesa. La arquitectura del restaurante es espectacular. Inteligencia, líneas, dinamismo. Un espacio triangular, que te permite no perder detalle del funcionamiento del transatlántico. Desde nuestra mesa teníamos intimidad a la vez que perspectiva. Adoro sentarme de cara a lo que sucede en los restaurantes, gozar con la disposición de los elementos en la escena, los movimientos de los camareros, la interacción, la reacción del cliente. El pulso del local. Una vez instalados, nos mentalizamos de que la opción inteligente era quemar todas las naves con el menú largo (entre snacks, tapas, platos y postres cuento 20 entradas), y esperar a que las cosas sucedieran. En cuanto a los vinos, tan solo miré la carta de blancos, optando por un Riesling de la zona de Pfalz, afrutado, largo, cuyos aromas fueron evolucionando agradáblemente durante gran parte de la noche.



La cena fue larga, estuvimos en Can Roca casi cinco horas. Comimos con calma, bebimos con calma. Hablamos y observamos. El menú de Joan Roca seguía un camino repleto de sutilezas, a la vez que certezas, las del producto y la razón. De los snacks, ya he hablado del olivo, destaco el refrescante e instantáneo bombón Bellini y la espina de anchoa de l'Escala con témpura de arroz, flojos por indiferentes los calamares a la romana, sorprendente y evocadora la teja de pollo al ast (domingos de pollo al ast, ya me entendéis).



No hay trampatojos ni juegos de manos baratos, aquí se opera con sabores y con sensaciones de forma seria. La ensaladilla rusa realmente es impresionante, y el brioche de trufa con caldo de escudella, la segunda belleza de la noche, tan sencillo y delicioso brioche, tan amable caldo. Tan limpia presentación.



Los aromas de la escalivada al humo de brasa de encina son el preámbulo a uno de los puntales de la cena. La escalivada posee una textura sensacional, el jugo de los pimientos es gula pura. Un plato redondo y de nuevo, sencillo, sólido, serio. El restaurante se iba llenando, el ambiente combinaba intimidad y cierto jolgorio, nada choca, todo cuadra en la geografía triangular del espacio. El núcleo duro del menú empieza, ahora los sabores nos hacen parar, sentir, reflexionar. Cada nuevo plato es un pequeño anhelo, una humilde obra de cocina, una línea de diálogo en un guión impecable. Un segundo acto con logros como la gamba a la brasa con caldo de setas (los caldos, recordaré los caldos de cada uno de estos platos), o pequeñas complejidades como la sopa de cebolla y nueces con queso comté.





El lenguado con aceite de oliva y sabores del Mediterráneo es tan gracioso, tan sencillo y sabio en su estética, su verticalidad, y tan divertido en los sabores. Quizás el número uno de la noche. Quizás.



Los calamaritos con roca de cebolla y algas -mézclalo bien todo-, son un fantástico juego de texturas, pero el salmonete relleno de su hígado con jugo de sus espinas y gnochis de patata es otro triunfador. No he probado mejor salmonete, un jugo tan goloso.





La adaptación del steak tartar con helado de mostaza convierte un plato de moda en otro recorrido en vertical por multitud de sabores sutiles (como en el caso del lenguado), y el cordero con guisantes y menta es una opción en cierta forma clásica. Los guisantes crujen (¡bien!), y la menta refresca este último paso antes de los postres.





La juventud y el genio de Jordi Roca, el pastelero y el pequeño de los tres hermanos, ha dado como resultado una pastelería capaz de crear artefactos llenos de amor aunque horteras al fin y al cabo, como el publicitado postre "gol de Messi", a la vez que reuniones de sabores tan burlonas como el cromatismo verde, primer postre del menú, un pequeño y revoltoso jardín de infancia con, entre otros, helado de eucalipto, shiso verde y lima.



El sorbete de naranja sanguina y remolacha podría haber sido diseñado por Dexter. Es atrevido sobre el plato, pero consistente en los sabores. Bien.



El mejor postre, sin duda, el último, un juego de sensaciones relacionadas con la vainilla. Elegante en su concepción, atractivo en su desarrollo (primero saboreas, mezclados, elementos como la regaliz, el caramelo y las aceitunas garrapiñadas, la propia vainilla, y luego comparas, en el otro extremo del plato con un helado de vainilla). Para un devoto de la vainilla, esto es sin duda un buen final.



Después de unas bonitas, ajustadas, mignardises en forma de caja de bombones -delicioso el último, el praliné dorado de avellanas, con peta-zeta) y un té reparador. Afrontamos sendos gin tonics (London y Martin Miller´s) con la felicidad de sabernos afortunados una vez más. La fortuna está ahí, solo has de saber valorarla cuando está, darte cuenta y no estropear nada. He asistido a infinidad de cenas y comidas en las que todo se iba a la mierda, da igual el restaurante, da igual todo. He tenido infinidad de obras de arte delante, y las he mandado al carajo por no estar yo donde tenía que estar. La mejor obra de arte, o una cena en un restaurante de tres estrellas Michelín, incluso un partido de fútbol, puedes percibirlos de formas bien distintas según como te encuentres. El sábado las piezas estaban en el tablero y la partida se jugó a corazón abierto. Solo las personas enamoradas pueden disfrutar así de una cena.